La parábola del racionalista

—— Una vez conocí a un hombre como usted, Lucifer
—— ¡No existe otro hombre como yo! —— gritó Lucifer con tal violencia que estremeció la nave.
    Como iba diciendo — continuó Miguel — ese hombre opinaba también que el símbolo del cristianismo era un símbolo de barbarie y de sinrazón. Su historia es un tanto divertida. Viene a ser una alegoría perfecta de lo que ocurre a los racionalistas como usted. Comenzó, por supuesto, negándose a tolerar el crucifijo en su casa, ni siquiera pintando, ni pendiente del cuello de su mujer. Decía, igual que usted, que era una forma arbitraria y fantástica, una monstruosidad, amada por ser paradójica. Después fue haciéndose cada vez más violento y excéntrico; quería derribar las cruces de los caminos, porque vivía en un país católico romano. Finalmente, en un acceso de furor trepó al campanario de la iglesia parroquial y arrancó su cruz, blandiéndola en el aire y profiriendo grandes soliloquios, allá en lo alto, bajo las estrellas. Una tarde, todavía en verano, cuando se encaminaba a su casa por un caminito vallado, el demonio de su locura vino sobre él con esa violencia y demudación tan frecuentes que trastruecan el mundo. Se había detenido un momento, fumando, delante de una empalizada interminable, cuando sus ojos se abrieron. Ninguna luz brillaba, no se movía una hoja, pero él vio, como en una mutación súbita del contorno, que la empalizada era un ejército de innumerables cruces ligadas unas a otras, de la colina al valle. Enarboló el garrote y se fue contra ellas, como contra un ejército. Y milla tras milla, en todo el camino hasta su casa, fue rompiéndolas y derribándolas. Porque aborrecía la cruz y cada empalizada era una pared de cruces. Cuando llegó a su casa estaba complemente loco. Se dejó caer en una silla, y luego  se alzó  de ella porque los travesaños del maderamen  repetían la imagen, insufrible. Se arrojó en una cama, lo que sirvió para recordarle que la cama, igual que todas las cosas labradas por el hombre, correspondía al diseño maldito. Rompió los muebles, porque estaban hechos de cruces. Pegó fuego a la casa, porque estaba hecha de cruces. En el río lo encontraron.
        Lucifer le miraba mordiendo un labio.
     ¿Es verdad esa historia?— preguntó
    ¡Oh no! —dijo Miguel vivamente— Es una parábola. Es la parábola de todos los racionalistas como usted. Empiezan rompiendo una cruz y concluyen destrozando el mundo habitable. Les dejamos a ustedes diciendo que nadie debe ir a la iglesia contra su voluntad. Cuando les encontremos de nuevo estarán  ustedes diciendo que nadie tiene la menor voluntad de ir a ella. Les dejamos a ustedes diciendo que no existe el lugar llamado Edén. Les encontramos diciendo que no existe el lugar llamado Irlanda. Parten ustedes odiando lo racional y llegan a odiarlo todo, porque todo es irracional, y…



Gilbert K. Chesterton. Razones para la fe. Editorial Styria 2008

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