El hombre sin ideas
La intolerancia puede definirse, aproximadamente, como la del hombre que carece de opiniones. La intolerancia es la resistencia con la que recibe las ideas definidas una masa de gente cuyas ideas resultan indefinidas en extremo. La intolerancia podría considerarse como el horrible pánico de los indiferentes. Este pánico de los indiferentes es, en realidad, algo terrible; algo que ha generado persecuciones monstruosas y duraderas. En este sentido, nunca fue la gente muy consciente la que se dedicó a perseguir; la gente muy consciente nunca fue lo bastante numerosa. Quienes llenaron el mundo de fuego y de opresión fueron aquellos a los que no les importaba nada. Fueron las manos de los indiferentes las que prendieron las teas; fueron las manos de los indiferentes las que accionaron el potro de tortura. Ha habido algunas persecuciones surgidas del dolor de una certeza apasionada, pero esas no produjeron intolerancia, sino fanatismo, algo muy distinto y en cierto sentido admirable.
La intolerancia, en general, ha sido siempre la omnipotencia constante de aquellos a quienes nada importaba para confinar en la oscuridad y en la sangre a las personas con convicciones.
Hay gente, sin embargo, que escarba todavía más en busca de los posibles males del dogma. Son muchos los que creen que una convicción filosófica fuerte, si bien no produce (como ellos perciben) esa enfermedad lenta y fundamentalmente frívola que se conoce como intolerancia, sí genera una cierta concentración, exageración e impaciencia moral que convenimos en llamar fanatismo.
Aseguran, en pocas palabras, que las ideas son cosas peligrosas. En política, por ejemplo, suele decirse de hombres como Balfour o John Morley que la abundancia de ideas resulta peligrosa. La verdadera doctrina de esa opinión no es, tampoco en este caso, de difícil enunciación. Las ideas son peligrosas, pero el hombre para quien menos peligrosas resultan es precisamente para el hombre de ideas.
El hombre de ideas está familiarizado con ellas, y se mueve entre ellas como el domador de leones. Las ideas son peligrosas, pero el hombre para quien más peligrosas resultan es precisamente el hombre que carece de ellas. El hombre que carece de ideas sentirá que la primera idea entra en su cabeza como el vino en la cabeza de un abstemio. En mi opinión se trata de un error, frecuente entre los idealistas radicales de mi propio partido y período, sugerir que los financistas y los hombres de negocios son un peligro para el imperio porque resultan muy sórdidos y materialistas. La verdad es que los financistas y los hombres de negocios son un peligro para el imperio porque pueden mostrarse sentimentales en relación con cualquier sentimiento, e idealistas en relación con cualquier ideal; cualquier ideal con el que se tropiezan. Del mismo modo en que un muchacho que no sabe mucho de mujeres se apresura a tomar a cualquier mujer por «la mujer», así esos hombres prácticos, poco acostumbrados a las grandes causas, se inclinan siempre a pensar que, si se demuestra que algo es un ideal, ya está demostrado que se trata de «el ideal».
Muchos de ellos, por ejemplo, siguieron convencidos a Cecil Rhodes porque éste tuvo una visión. Podrían haberlo seguido también porque tenía una nariz. Un hombre sin alguna clase de sueño de perfección es tan monstruoso como un hombre sin nariz. La gente, hablando de algún personaje, y entre susurros enfervorizados, dice de él que : «Conoce su mente», que es lo mismo que decir, entre los mismos susurros enfervorizados: «Sabe sonarse la nariz». La naturaleza humana no puede subsistir sin una esperanza ni una meta de algún tipo; como se expresa sensatamente en el Antiguo Testamento: «Donde no hay visión profética, el pueblo perece». Pero es precisamente porque al hombre le hace falta un ideal por lo que un hombre sin ideales se encuentra en permanente riesgo de sucumbir al fanatismo. No hay nada que deje al hombre tan expuesto a la súbita e irresistible incursión en una visión desequilibrada como el cultivo de los hábitos empresariales. Todos conocemos a eminentes empresarios que creen que la Tierra es plana, o que el señor Kruger encabezaba un gran despotismo militar, o que los hombres son granívoros, o que Bacon escribió las obras de Shakespeare.
Herejes G.K. Chesterton
La intolerancia, en general, ha sido siempre la omnipotencia constante de aquellos a quienes nada importaba para confinar en la oscuridad y en la sangre a las personas con convicciones.
Hay gente, sin embargo, que escarba todavía más en busca de los posibles males del dogma. Son muchos los que creen que una convicción filosófica fuerte, si bien no produce (como ellos perciben) esa enfermedad lenta y fundamentalmente frívola que se conoce como intolerancia, sí genera una cierta concentración, exageración e impaciencia moral que convenimos en llamar fanatismo.
Aseguran, en pocas palabras, que las ideas son cosas peligrosas. En política, por ejemplo, suele decirse de hombres como Balfour o John Morley que la abundancia de ideas resulta peligrosa. La verdadera doctrina de esa opinión no es, tampoco en este caso, de difícil enunciación. Las ideas son peligrosas, pero el hombre para quien menos peligrosas resultan es precisamente para el hombre de ideas.
El hombre de ideas está familiarizado con ellas, y se mueve entre ellas como el domador de leones. Las ideas son peligrosas, pero el hombre para quien más peligrosas resultan es precisamente el hombre que carece de ellas. El hombre que carece de ideas sentirá que la primera idea entra en su cabeza como el vino en la cabeza de un abstemio. En mi opinión se trata de un error, frecuente entre los idealistas radicales de mi propio partido y período, sugerir que los financistas y los hombres de negocios son un peligro para el imperio porque resultan muy sórdidos y materialistas. La verdad es que los financistas y los hombres de negocios son un peligro para el imperio porque pueden mostrarse sentimentales en relación con cualquier sentimiento, e idealistas en relación con cualquier ideal; cualquier ideal con el que se tropiezan. Del mismo modo en que un muchacho que no sabe mucho de mujeres se apresura a tomar a cualquier mujer por «la mujer», así esos hombres prácticos, poco acostumbrados a las grandes causas, se inclinan siempre a pensar que, si se demuestra que algo es un ideal, ya está demostrado que se trata de «el ideal».
Muchos de ellos, por ejemplo, siguieron convencidos a Cecil Rhodes porque éste tuvo una visión. Podrían haberlo seguido también porque tenía una nariz. Un hombre sin alguna clase de sueño de perfección es tan monstruoso como un hombre sin nariz. La gente, hablando de algún personaje, y entre susurros enfervorizados, dice de él que : «Conoce su mente», que es lo mismo que decir, entre los mismos susurros enfervorizados: «Sabe sonarse la nariz». La naturaleza humana no puede subsistir sin una esperanza ni una meta de algún tipo; como se expresa sensatamente en el Antiguo Testamento: «Donde no hay visión profética, el pueblo perece». Pero es precisamente porque al hombre le hace falta un ideal por lo que un hombre sin ideales se encuentra en permanente riesgo de sucumbir al fanatismo. No hay nada que deje al hombre tan expuesto a la súbita e irresistible incursión en una visión desequilibrada como el cultivo de los hábitos empresariales. Todos conocemos a eminentes empresarios que creen que la Tierra es plana, o que el señor Kruger encabezaba un gran despotismo militar, o que los hombres son granívoros, o que Bacon escribió las obras de Shakespeare.
Herejes G.K. Chesterton
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