El mago y el científico I

     Creemos que vivimos en la que Isaiah Berlin, identificándola en sus albores, llamó la Edad de la Razón. Una vez acabadas las tinieblas medievales y comenzado el pensamiento crítico del Renacimiento y el propio pensamiento científico, consideramos que vivimos en una edad dominada por la ciencia. A decir verdad, esta visión de un predominio ya absoluto de la mentalidad científica, que se anunciaba tan ingenuamente en el Himno a Satanás, de Carducci, y más críticamente en el Manifiesto comunista de 1848, la apoyan más los reaccionarios, los espiritualistas, los laudatores temporis acti, que los científicos. Son aquéllos y no éstos los que pintan frescos de gusto casi fantástico sobre un mundo que, olvidando otros valores, se basa sólo en la confianza en las verdades de la ciencia y en el poder de la tecnología. Los hombres de hoy no sólo esperan, sino que pretenden obtenerlo todo de la tecnología y no distinguen entre tecnología destructiva y tecnología productiva. El niño que juega a la guerra de las galaxias en el ordenador usa el móvil como un apéndice natural de las trompas de Eustaquio, lanza sus chats a través de Internet, vive en la tecnología y no concibe que pueda haber existido un mundo diferente, un mundo sin ordenadores e incluso sin teléfonos.

     Pero no ocurre lo mismo con la ciencia. Los medios de comunicación confunden la imagen de la ciencia con la de la tecnología y transmiten esta confusión a sus usuarios, que consideran científico todo lo que es tecnológico, ignorando en efecto cuál es la dimensión propia de la ciencia, de ésa de la que la tecnología es por supuesto una aplicación y una consecuencia, pero desde luego no la sustancia primaria. La tecnología es la que te da todo enseguida, mientras que la ciencia avanza despacio. Virilio habla de nuestra época como de la época dominada, yo diría hipnotizada, por la velocidad: desde luego, estamos en la época de la velocidad. Ya lo habían entendido anticipadamente los futuristas y hoy estamos acostumbrados a ir en tres horas y media de Europa a Nueva York con el Concorde: aunque no lo usemos, sabemos que existe.  Pero no sólo eso: estamos tan acostumbrados a la velocidad que nos enfadamos si el mensaje de correo electrónico no se descarga enseguida o si el avión se retrasa. Pero este estar acostumbrados a la tecnología no tiene nada que ver con el estar acostumbrados a la ciencia; más bien tiene que ver con el eterno recurso a la magia.


     ¿Qué era la magia, qué ha sido durante los siglos y qué es, como veremos, todavía hoy, aunque bajo una falsa apariencia? La presunción de que se podía pasar de golpe de una causa a un efecto por cortocircuito, sin completar los pasos intermedios. Clavo un alfiler en la estatuilla que representa al enemigo y éste muere, pronuncio una fórmula y transformo el hierro en oro, convoco a los ángeles y envío a través de ellos un mensaje. La magia ignora la larga cadena de las causas y los efectos y, sobre todo, no se preocupa de establecer, probando y volviendo a probar, si hay una relación entre causa y efecto. De ahí su fascinación, desde las sociedades primitivas hasta nuestro renacimiento solar y más allá, hasta la pléyade de sectas ocultistas omnipresentes en Internet.   Continúa
Umberto Eco

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