Elogio a Santo Tomás I


      
La mayor desgracia de su carrera no le acaece a Tomás de Aquino el 7 de marzo de 1274, cuando, apenas cumplidos los cuarenta y nueve años, muere en Fossanova, y los monjes no logran bajar su cuerpo por las escaleras a causa de su gordura. Ni tampoco tres años después de su muerte, cuando el arzobispo de París, Etienne Templier, emite una lista de proposiciones heréticas (doscientas diecinueve), que comprenden la mayor parte de las tesis de los averroístas, ciertas observaciones sobre el amor terrenal propuestas cien años antes por Andrés el Capellán, y otras veinte proposiciones claramente atribuibles a él, el angélico doctor Tomás, de la casa de los señores de Aquino. Porque la historia hizo rápidamente justicia a este acto represivo, y Tomás, aunque muerto, ganó su batalla, mientras que Etienne Templier terminó junto con Guillaume de Saint-Amour, el otro enemigo de Tomás, en las filas desgraciadamente eternas de los grandes restauradores, que se inician con los jueces de Sócrates, pasan por los de Galileo y terminan, provisionalmente, con Gabrio Lombardi.


La desgracia que arruina la vida de Tomás de Aquino sobreviene en 1323, dos años después de la muerte de Dante y quizás un poco por culpa suya, es decir, cuando Juan XXII decide convertirlo en santo Tomás de Aquino. Una mala pasada, como recibir el premio Nobel, entrar en la Academia Francesa u obtener el Oscar. Uno se convierte en un cliché, como la Gioconda.


Este año se celebra el séptimo centenario de la muerte de Tomás. Tomás vuelve a ponerse de moda, como santo y como filósofo. Se. intenta dilucidar qué hubiera hecho hoy, si hubiera tenido la fe, la cultura y la energía intelectual que tuvo en su tiempo. Pero el amor entenebrece a veces los espíritus y para decir que Tomás fue grande, se dice que fue un revolucionario y habrá que tratar de comprender en qué sentido lo fue: ya que, si no puede decirse que fuera un restaurador, fue sin embargo alguien que construyó un edificio tan sólido que ningún otro revolucionario ha logrado después hacerlo vacilar desde dentro (lo más que ha podido hacerse, de Descartes a Hegel, de Marx a Teilhard de Chardin, ha sido hablar de él «desde fuera»).


Tanto más cuanto que no se comprende cómo el escándalo pueda venir de un individuo tan poco romántico, gordo y tranquilo que, en la escuela, tomaba apuntes en silencio, con aire de no entender nada, mientras sus compañeros se mofaban de él; que cuando en el convento está sentado en su asiento doble en el refectorio (hubo que cortar un brazo divisorio para que tuviera sitio suficiente) oye gritar a sus juguetones compañeros que fuera hay un asno que vuela y corre a verlo, mientras los demás se desternillan de risa (como se sabe, los monjes mendicantes tienen gustos simples): y entonces Tomás (que de tonto no tenía nada) dice que le parecía más verosímil que un asno volara y no que un monje mintiera, y los monjes quedan chasqueados. Y, después, ese estudiante a quien sus condiscípulos llamaban el buey mudo, se convierte en un profesor adorado por sus alumnos, y un día, que pasea con ellos por las colinas, al contemplar París desde lo alto, los discípulos le preguntan si no le gustaría ser el señor de una ciudad tan bella y él contesta que preferiría mucho más poseer el texto de las homilías de san Juan Crisóstomo. Pero, en otra ocasión, cuando un enemigo ideológico trata de avasallarlo, se vuelve una fiera y en su latín, que parece decir poco porque se entiende todo y los verbos están colocados justo donde un italiano los espera, prorrumpe en maldades y sarcasmos, como un Marx cuando fustiga a Szeliga.


¿Era un gordinflón, era un ángel? ¿Era un asexuado? Cuando sus hermanos quieren impedirle que se haga dominico (porque en aquel tiempo el benjamín de una familia de pro se hacía benedictino, que era cosa digna, y no mendicante, que era como hoy hacerse miembro de una comuna para Servir al Pueblo o meterse a trabajar con Danilo Dolci), le secuestran camino de París y le encierran en el castillo de la familia, y, para disuadirle de sus caprichos y convertirle en un abad como debe ser, envían a su habitación una joven desnuda y dispuesta a todo. Tomás coge entonces un tizón y se pone a perseguir a la muchacha con la clara intención de quemarle las nalgas. ¿Entonces, nada de sexo? Vaya usted a saber, pero el hecho lo turba de tal manera que, a partir de entonces, según cuenta Bernardo di Guido, «si no eran estrictamente necesarios, evitaba como a serpientes los encuentros con mujeres».


En cualquier caso, este hombre era un combatiente. Robusto, lúcido, concibe un plan ambicioso, lo lleva a cabo y vence. Veamos entonces cuáles eran el terreno de lucha, la apuesta, las ventajas obtenidas. Tomás nació cincuenta años después de la victoria de las comunas italianas en la batalla de Legnano contra el Imperio. Hacía diez años que Inglaterra tenía la Carta Magna. En Francia, apenas había terminado el reinado de Felipe Augusto. El Imperio agonizaba. Cinco años más tarde, las ciudades libres, marítimas y mercantiles del norte se agruparían para formar la liga hanseática. La economía florentina estaba en expansión, se acuñaba el florín de oro: Fibonacci había inventado ya la partida doble, desde hacía un siglo florecían la escuela de medicina de Salerno y la escuela de derecho de Bolonia. Las cruzadas se hallaban en una etapa avanzada, lo que quiere decir que los contactos con Oriente estaban en pleno desarrollo. Por otra parte, los árabes de España fascinaban al mundo occidental con sus descubrimientos científicos y filosóficos. La técnica adquiría un vigoroso desarrollo: se cambió el modo de herrar a los caballos, de hacer funcionar los molinos, de guiar las naves y de colocar la collera a las bestias de tiro y de labranza. Monarquías nacionales en el norte y comunas libres en el sur. En una palabra, esto no era la Edad Media, por lo menos en el sentido vulgar del término: para ser polémicas, si no fuese por lo que está a punto de tramar Tomás, sería ya el Renacimiento. Pero era necesario que Tomás tramara lo que tramaba para que las cosas se desarrollaran tal como se desarrollaron.


Europa trataba de darse una cultura que reflejara una pluralidad política y económica, dominada, sí, por el control paternalista de la Iglesia, que nadie ponía en discusión, pero abierta a un nuevo sentido de la naturaleza, de la realidad concreta, de la individualidad humana. Los procesos organizativos y productivos se racionalizaban: era preciso encontrar técnicas de la razón.


Cuando nace Tomás, hacía ya un siglo que estaban en práctica las técnicas de la razón. En la Facultad de Artes de París, se enseñaba música, aritmética, geometría y astronomía, pero también dialéctica, lógica y retórica, y de una manera nueva. Un siglo antes, Abelardo había pasado por allí. Había perdido sus órganos genitales, pero por razones privadas, y su cabeza no había perdido vigor: el nuevo método consistía en comparar las opiniones de las diferentes autoridades tradicionales y llegar a una decisión según unos procedimientos lógicos fundados en una gramática laica de las ideas. Se hacía lingüística y semántica; se investigaba qué quería decir una palabra determinada y en qué sentido se empleaba. Los manuales de estudio eran los textos de lógica de Aristóteles, aunque no estaban todos traducidos e interpretados, pues nadie conocía el griego, salvo los árabes, que estaban mucho más avanzados que los europeos, tanto en filosofía como en ciencia. Pero desde hacía ya un siglo la escuela de Chartres, al redescubrir los textos matemáticos de Platón, construía una imagen del mundo natural, regida por leyes geométricas y procesos mensurables. No era todavía el método experimental de Roger Bacon, pero se trataba de una construcción teórica, de un intento de explicar el universo sobre bases naturales, aun cuando la naturaleza se viera como un agente divino. Robert Grosseteste elaboró una metafísica de la energía luminosa, que recuerda un tanto a Bergson y un tanto a Einstein: aparecieron los estudios de óptica, es decir, se planteaba el problema de la percepción de los objetos físicos y se trazaba un límite entre alucinación y visión.


Lo cual no es poco; el universo de la Alta Edad Media era un universo de alucinación, el mundo era un bosque simbólico poblado de presencias misteriosas, y las cosas se veían como el relato continuo de una divinidad que pasaba el tiempo leyendo y elaborando crucigramas. En tiempos de Tomás, este universo de la alucinación no desapareció bajo los golpes del universo de la razón: por el contrario, este último era todavía el producto de las élites intelectuales y no se veía con buenos ojos, porque, para decirlo de una vez, ninguna de las cosas terrenales se veía con buenos ojos. San Francisco hablaba de los pajaritos, pero el planteamiento filosófico de la teología era neoplatónico. Lo cual significaba: lejos, muy lejos, está Dios, en cuya inalcanzable globalidad se agitan los principios de las cosas, las ideas: el universo es el efecto de una distracción benévola de este Uno muy lejano, que parece verterse lentamente hacia abajo, dejando huellas de su perfección en los grumos de la materia que defeca, como los indicios de azúcar en la orina. En este alpechín que representa la periferia más despreciable del Uno podemos encontrar, casi siempre por un golpe de genio enigmático, rastros de gérmenes de comprensión, pero la comprensión está en otra parte, y si todo marcha nos llega lo místico, la intuición nerviosa y desearnada, que penetra con la visión casi drogada en la garlponniére del Uno, donde adviene el único y verdadero festín.


Platón y Agustín habían dicho todo lo necesario para comprender los problemas del alma, pero las cosas se volvían oscuras cuando se trataba de saber qué era una flor o el nudo de tripas que los médicos de Salerno exploraban en el vientre de un enfermo, o por qué era benéfico tomar aire fresco en una noche de primavera. De tal manera que era mejor conocer las flores por las miniaturas de los visionarios, ignorar que existiesen las tripas y considerar las noches de primavera como una peligrosa tentación. Así, la cultura europea estaba dividida: si se entendía el cielo, no se entendía la Tierra. Si alguien quería comprender la tierra desinteresándose del cielo se atraía complicaciones. Alrededor vagaban las brigadas rojas de la época, sectas heréticas que por un lado querían renovar el mundo y constituir repúblicas imposibles, y por otro practicaban sodomía, rapiñas y otras cosas nefastas. Vaya uno a saber si esto era verdad, pero, en la duda, era mejor matarlos a todos.


En este momento, los hombres de la razón conocieron por los árabes que existía un antiguo maestro (un griego), que podría proporcionar la clave para unificar esos miembros dispersos de la cultura: Aristóteles. Aristóteles sabía hablar de Dios, pero clasificaba los animales y las piedras y se interesaba por el movimiento de los astros. Aristóteles sabía lógica, se interesaba en la psicología, hablaba de física, clasificaba los sistemas políticos. Pero, sobre todo, ofrecía las claves (y en este aspecto Tomás sabrá hacerlo fructificar plenamente) para desvelar la relación entre la esencia de las cosas (lo que puede ser comprendido y dicho de las cosas, aun cuando no estén presentes a nuestra vista) y la materia de que están hechas. Dejemos en paz a Dios, que vive bien por su cuenta y que ha provisto al mundo de óptimas leyes físicas para que pueda funcionar solo. Y no nos extraviemos tratando de recuperar indicios de las esencias en esa especie de cascada mística por la cual, perdiendo lo mejor, llegamos a atiborrarnos de materia. El mecanismo de las cosas está ahí, a la vista, las cosas son el principio de su propio movimiento. Un hombre, una flor, una piedra son organismos que han crecido según una ley interna que los ha puesto en movimiento: la esencia es el principio de su crecimiento y de su organización. Se trata de algo que ya está ahí, pronto a estallar, algo que mueve la materia desde dentro y la hace crecer y manifestarse: por esto podemos comprenderla. Una piedra es una porción de materia que ha tomado forma y de ese matrimonio ha surgido una sustancia individual. El secreto del ser, que Tomás glosará con ingenioso salto, está en el acto concreto de existir. El existir, el acaecer, no son incidentes que les ocurren a las ideas, que por sí están el cálido útero de la divinidad lejana. Primeramente, las cosas existen de manera concreta, gracias al cielo, y después las comprendemos.
1974 Umberto Eco
continua…

Comentarios

Anónimo dijo…
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