Espacios privados

    La sociedad masiva, estandarizada y metropolitana, donde el gusto se homogeniza al punto de universalizarse, dispone de su correspondiente teoría urbana que rinde culto al espacio público, convertido en plazas y bulevares, de grandes y variadas expresiones de lugares donde la multitud celebra su existencia en el acto colectivo del encuentro casual, la comunicación, el intercambio y otras manifestaciones sociales sobre las cuales dan cuentas los sociólogos, urbanistas, antropólogos y otras ramas del conocimiento humano. El individuo, como ser social, se expone públicamente ante los ojos de todos y puede disfrutar del espectáculo privado de mirar a cualquiera y reflexionar, a la vez que es observado.

    El espacio público es un gigantesco escenario del espectáculo social, y el espacio mitificado del ocio, del tiempo libre, es el lugar donde la gente camina, disfruta de la libertad y usufructa el bien común. Hoy es el argumento compensador para la ciudad contemporánea, que encierra entre sus muros las actividades del ágora clásica. En efecto, el tribunal y el mercado así como también las funciones y actividades públicas, actualmente se localizan dentro de los edificios, de tal manera de reproducir el espacio público significa brindar funciones de esparcimiento y cultura.

    Así, los espacios públicos están dotados de los servicios necesarios para el disfrute y el entretenimiento, la formación y la información, para los cuales las autoridades municipales y demás instituciones disponen de jardineras, aceras, bancos, exposiciones y espectáculos artísticos. Pero el mayor espectáculo es la gente que, como uno, transita descuidada y placenteramente. Este fenómeno recíproco de imágenes estimula los deseos de mostrarse, de exhibirse, para el cual hay una instancia anterior, que tiene carácter absolutamente privado: prepararse para esta exhibición requiere la privacidad de una autorreflexión acerca de cómo se presenta uno en público, porque no es cuestión de disolverse en la masa y perder sus propios rasgos. No se trata de formar parte de esa materia homogénea que describía Elías Canetti en Masa y poder, sino, por el contrario, disfrutar del espacio público para celebrar la individualidad, la unicidad del ser.

    Desde otro punto de vista se busca el espacio público para pasar inadvertidos. En efecto, en la multitud no solamente se homogeniza, sino que conforma una nueva entidad y los comportamientos individuales se diluyen y carecen de importancia. El anonimato está garantizado en la multitud, y el modo más efectivo para pasar desapercibido es mezclase entre la gente. Sea por razones de seguridad como por el destino metropolitano, la gente que ocupa el espacio público se convierte en masa y pierde identidad, obedece los programas que se le imponen y responde del mismo modo al mismo estimulo: aquí Elías Canetti tenía razón.

     En ciertas circunstancia el anonimato tiene sus ventajas, pero la privacidad de los actos no es garantizable, porque en tanto que masa, ellos no existen. Esta explicación sociológica tiene su contrapartida en la esfera de la tecnología, porque la insaciable necesidad de conocer ha llegado al punto que existe una red de satélites observando a nuestro planeta con tan asombrosa precisión, que permite acercar su mirada con el detalle de centímetros hacía los hombros de cualquier ciudadano que transite por cualquier calle del mundo.

    Un satélite que puede llamarse GOES, NUMBUS, LANDSAT, SPOT, ERS 1 y otros que el universo de las tecnologías avanzadas guardan celosamente en reserva, permite observar hasta el mínimo detalle no solamente de lo que está ocurriendo con el planeta Tierra y sus características físicas, sino también con sus componentes sociales. Un satélite es capaz de sacar una foto de una muchacha tendida en la playa tomando sol e identificar la marca del bronceador que la acompaña o introducirse en los orificios de la nariz para informarse de la mucosidad alojada, cual simple dedo. Los sistemas de información realizan su tarea escudriñadora con tal eficacia que ya nadie puede conservar la privacidad, donde quiera que se encuentre.

    El cura de la parroquia perdió el monopolio de la gran vigilancia y ya no puede decir que no cometamos pecado porque hay Uno allá arriba que observa a todos los mortales: ahora son varios que lo están haciendo y detrás de ellos, miles que están decodificando. Por tal motivo hay que portarse más que bien, hay que ser obedientes porque no solo hay que obedecer las leyes divinas, sino también las leyes de los hombres.

    Entonces la búsqueda del espacio privado obliga en primera instancia a un alejamiento del territorio de lo público y a iniciar un repliegue que culmina en el ámbito doméstico. En efecto, la vivienda parece conformar el deseado recinto de la privacidad, pero cuando se llega al edificio, una cámara de televisión registra las entradas y salidas y todos los movimientos de quienes transitan por ahí; luego, dentro del apartamento, si bien la familia celebra la aparición de cualquiera de sus miembros, no dejan de ser testigos y jueces cotidianos de la apariencia, el estado de ánimo, los gestos y hasta escudriñan el pensamiento. Acorralados de tanto control y pérdida de privacidad, se opta finalmente por encerrarse en el baño, lugar culturalmente consagrado como íntimo. Pero la desprejuiciada relación familiar moderna expone este recinto al transito indiferente de la pareja, hijos y animales domésticos. En efecto, este recinto se ha desacralizado y como en la decadencia romana, el templo se convirtió en mercado.

    Vida contemporánea y tecnologías para el conocimiento acorralan hasta tal punto la privacidad que se puede llegar a sospechar que esta búsqueda es solo un inútil despojo anacrónico de romanticismo. Sin embargo, existen indicios de que en el fondo, todavía es un valor a conservar, y con este propósito, el ser humano continua persiguiendo la privacidad.

    Frente a esta endemoniada realidad, rastreamos la posibilidad de un espacio garantizado en su privacidad, donde nadie más que uno mismo es testigo del acto reservado. Una posibilidad, aunque no la única de preservarla, puede ser la paradoja de encontrarla en el espacio público, donde la masa aparentemente homogénea, está compuesta de infinita cantidad de personas que guardan celosamente su privacidad y el anonimato del transeúnte en la ciudad contemporánea no es más que una estratagema para guardar celosamente su privacidad: de allí el silencio, la máscara de indiferencia y la mirada lejana de mucha gente que vemos transitar por las calles. Por fortuna, pese a tanta sofisticación tecnológica de los satélites, todavía no se logrado escudriñar el alma.

Alberto Sato Cotani, Cotidiano Manual de instrucciones.

PD: Ojalá no me agarre la SOPA

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Con el pelo rojo de una niña

El ("¡YO!") universal...

Aproximación al tomismo I